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jueves, 19 de octubre de 2017

La promesa


                      La Promesa

"Microrrelatos y algo más"

La humedad en mis ojos me impide observar con claridad como las olas del mar rompen en la enorme roca donde todas las tardes espero su regreso. Una suave brisa golpea mi rostro mientras recuerdo aquella tarde.

<Solo serán cinco días, estaré aquí puntual para alzarte en mis brazos>, dijo antes de partir en busca de un banco de peces —en aguas lejanas— para cumplir la demanda anual. Hacía meses que los peces habían migrado mar adentro, motivo por el cual los barcos regresaban vacíos.

<Promete que regresarás>, rogué rompiendo en llanto. Un mal presentimiento se apoderó de mí; en vano supliqué que no saliera. Santiago era celoso de su deber, entonces secó mi rostro y me besó.

Un aire helado recorrió mi cuerpo al verlo alejarse, quería ir con él, pero mi vientre crecido me lo impidió.
Llevaba días con una opresión justo en mi pecho, el barco de Santiago era el único que no había vuelto. Dijo que sólo serían cinco días, pero estaba por cumplirse un mes.

Ruego en silencio al mar que me lo devuelva, está tan tranquilo que creo lo extraña también.

<Volverá, lo prometió>, susurré a mi pequeño en brazos.

                                    Vane Aguilar

lunes, 16 de octubre de 2017

Sin daños a terceros

                     
                          Prólogo 

El viento fresco golpea mi rostro reconfortándome de inmediato, me gusta estar aquí, me siento libre. El enorme jardín de un verde singular me hace sentir en casa, silencian mi mente y aligeran la carga en mi alma. Ojalá pudiera visitar una biblioteca, mi paraíso, mi lugar favorito a donde solía ir para calmarme cuando era una adolescente.

El dolor me carcome lento, pero seguro. Dicen que este lugar me ayudará. Lo que no saben es que las horas que estoy en el exterior es lo único que me calma, no me gusta estar dentro de ese sombrío edificio de tres pisos donde las personas gritan, lloran y hablan a la nada.
Me siento atrapada en un mundo oscuro y silencioso donde nadie entiende lo que mutila mi interior.

¿Cómo podrían entenderme?

Mi habitación es tan fría que todas las noches me cuesta conciliar el sueño, mi cuerpo no para de temblar, la sangre llega con dificultad a mis pies y mis manos simulan la de un muerto.
Estoy tan delgada y partida que hasta el calor me ha abandonado.

El doctor Rivas habla conmigo todos los jueves por la tarde, digo que habla porque yo no digo una sola palabra, no lo he hecho desde que me trajeron a este lugar.
No estoy loca, lo tengo claro, solo estoy llena de un dolor tan intenso que me sumió dentro de una oscuridad que me robó la alegría de vivir.
La luz en mis ojos ahora es opaca, el brillo se desgastó con los ríos de lágrimas que sin aviso brotan en cualquier momento. Esta es mi vida ahora.

Una noticia sorpresiva y amarga me desgarró como cuchillas destruyendo mi razón, eso me trajo a este lugar. Mi estado catatónico, mi negativa para comer y un llanto incontenible alertaron a aquellos que me rodeaban.

<No puedes continuar así>, comentó mi madre preocupada.

Nadie puede entender mi estado porque nadie sabe el dolor que anida en mi corazón.
Nunca lo sabrán, es mí secreto. Lo único que me queda de él.

Antonio dice que aquí me ayudaran, en un principio lo odie pues creí que su intención era deshacerse de mí, tal vez lo merecía, cometí un grave error, uno que ni siquiera yo perdonaría. Ahora creo que lo hizo por mí.
Quizá en verdad me quiere, quizá su conciencia lo obliga.

Hay tantas preguntas en el aire, tantas dudas, pero sobre todo su ausencia y eso terminó por mutilar mi alma.

-Buenos días, Victoria, te estaba esperando -dijo el doctor Rivas al verme parada en el marco de la puerta de su oficina indecisa de entrar.

Es una habitación iluminada, una de las pocas que cuentan con ventanas, ojalá la mía estuviera así para que los rayos del sol pudieran colarse con facilidad. Eso también me haría sentir mejor.

En casa cuando despertaba, lo primero que hacía era mirar hacia la ventana solo para constatar como el sol entraba en mi habitación, después estiraba mis manos y sonreía.
Aquí eso es imposible, la habitación que me asignaron es una especie de celda donde la paredes son blancas, la puerta de metal está siempre cerrada bajo llave y la ventana apenas posee una rendija rectangular que deja entrar algunos hilos de luz.
El aire es tan escaso que cuando estoy ahí -que es la mayor parte del tiempo-, me asfixio.
Soy una prisionera más en una cárcel con pinta de hospital.

-¿Estás lista para hablar hoy? -preguntó por milésima vez.

Esa era la pregunta obligada, la primera y la única que hacía, segundos más tarde se rendía ante mi silencio y me despedía. Pero esta ocasión no fue igual.

-He esperado paciente y podría esperar más, pero no es conveniente para ti prolongar esto, así que antes de que regreses a tu habitación voy a pedirte algo.

El doctor Rivas me mira serio con esos pequeños ojos detrás de los cristales de sus curiosos anteojos que los engrandecen como lupas. Es calvo, creo que optó por raparse al notar que su cabello desaparecía, lleva puesta una bata blanca en cuya bolsa asoma una fina pluma color negro.

Es un hombre amable comparado con Rita -la enfermera a cargo-, una mujer llena de amargura y mal humor quién me recibió a gritos y amenazas.

<No puedes salir de tu habitación hasta que el doctor lo autorice, cuidado con andar merodeando por los pasillos, no busques problemas y sobre todo no te resistas a tomar tus medicamentos, sí me dan una queja te aseguro que lo vas a lamentar>, dijo con voz gruesa y autoritaria. Tiene el pelo corto en color rojizo, es ancha y muy alta, parece jugador de fútbol.

-Ya que te resistes a pronunciar palabra, voy a pedirte más como un favor que como una orden, que escribas en esta libreta lo que deambula por tu mente. Lo que quieras, poco o mucho, bueno o malo, real o fantasioso, solo escríbelo. Te hará sentir mejor, lo prometo. Cada jueves por la mañana vendrás a mi oficina para dejarlo sobre mi escritorio. Solo yo lo leeré y lo haré sin juicios, puedes confiar en mí, Victoria, mi único interés es ayudarte.

Sin apartar la mirada de mí me entregó una libreta forrada en color azul pálido y un lapicero. Con los ojos clavados en ese peculiar objeto, levanté la mano para tomarlo y sin decir nada salí de prisa. Rita vigiló el regreso a mi habitación, más que enfermera es una celadora.

Una diminuta luz se encendió en mi interior, tal vez esa libreta de convertiría en mi confidente, mi posible salvación. Pero, ¿puedo confiar en el doctor Rivas?

¿Guardará mí secreto tan celosamente como lo hago yo?

Quizá sí, después de todo es solo un extraño, ¿que beneficio puede obtener al enterarse de todo?

Me detuve unos metros antes de llegar a mi destino, los gritos desesperados de una mujer me alertaron, se resiste llena de temor a entrar en ese cuarto -el cuarto de tortura-, así suelen llamarlo.

Yo nunca he entrado ahí y no deseo hacerlo, es un pequeño infierno que calcina las neuronas. De vez en cuando llevan a alguien ahí y los gritos comienzan, minutos después sale una camilla que sigilosa se desliza por los pasillos con el cuerpo desvanecido de aquel desafortunado.

Trague saliva con dificultad, un escalofrío recorrió mi ser.

-No te detengas, Victoria, no es de tu incumbencia -amenazó mi celadora.

Entré a mi habitación acolchonada sin mirar atrás y me tumbé en la cama con las piernas encogidas, mi mano tiembla ansiosa. Sin esfuerzo alguno comencé a escribir el inicio de todo...

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lunes, 9 de octubre de 2017

El viejo ropero


Cuento seleccionado y publicado en la Revista Fantastique.

La noche los sorprendió otra vez, Sally y su hermano continuaban dentro del viejo ropero lleno de cachivaches en un intento por ocultarse de aquellas criaturas de cabeza ovalada, piel albina, ojos grandes tan negros como la misma noche y cuerpo pequeño, que amenazaba al mundo. Sally tuvo que  salir de su guarida en busca de comida. Procuraba no ir muy lejos, no quería que la atraparán, eso significaría el final y su hermano menor la esperaba. En cuanto localizó algo corrió de puntillas para escabullirse de nuevo en aquel viejo ropero y así arrinconarse junto a Goyo.

La calle estaba desierta, los pocos humanos que habían escapado de la gran invasión se escondían en el subsuelo, dentro de las alcantarillas. Pero Sally y su hermano no lograron huir, salvaron la vida pero se quedaron solos, prisioneros en aquel mueble inerte que los había mantenido a salvo por días. Los seres de un blanco casi fantasmal no los habían descubierto aún.

Sus padres nunca regresaron a casa como solían hacerlo después de un día de trabajo, quizá fueron secuestrados por las criaturas o quizás estaban muertos.

Hace dos semanas mientras Sally y su hermano hacían las tareas escolares  hubo una gran explosión. Un ruido infernal los dejó sordos por minutos, los cristales del edificio se hicieron añicos, las paredes se cuartearon, el piso vibró y una gigantesca nube de polvo los sumió en la oscuridad por días. Casas, empresas, escuelas y edificios se vinieron abajo; ni el ángel que por décadas vigiló y cuidó de la gran ciudad resistió el embate. Todo quedó en ruinas. 

Los postes de electricidad estallaron como fuegos artificiales sumiendo todo en las tinieblas. El agua salía de la llave tan espesa y maloliente como un animal muerto.

Las reservas de comida que su madre solía prever se agotaron, sobrevivieron dos semanas con una rigurosa dieta basada en galletas, cereal y agua embotellada. Por días habían planeado que hacer cuando los suministros se acabaran. Debían sobrevivir y para hacerlo tenían que salir de su reducido refugio. Ahora estaban listos. Tal vez no lo lograrían pero al menos no se la pondrían fácil a esos fantasmas del espacio que se escondían entre las ruinas dispuestos a eliminar a cada humano que encontraban a su paso.

Escaparían usando el túnel del ascensor, forzarían las puertas con una de las varillas que yacían en el corredor y con ayuda de unas cuerdas especiales bajarían dos pisos hasta llegar al estacionamiento, entonces correrían hasta la calle para entrar en la alcantarilla que estaba justo en frente del edificio.

—¿Estás listo? —preguntó a su hermano. Acababa de cumplir nueve años pero era más valiente que ella quien para entonces tenía trece. No lo hubiera logrado sin él.

—Listo —confirmó en voz baja, como solían hablar desde que la invasión comenzó.

Se forzó a sonreír, llevaba días sin hacerlo, ¿qué motivo podría tener? El mundo se desmoronaba, sus padres habían muerto y una legión de seres extraterrestres pretendían exterminar a la raza humana. La única razón que la mantenía de pie estaba a su lado mirándola como si fuera un súper héroe.

Un silencio sepulcral invadía todo, despacio y a gatas  recorrieron el pasillo que los llevaría hasta el elevador. Un ruido que provenía del exterior los obligó a detenerse, respiraron hondo, el latido de sus corazones era tan intenso que podía delatarlos. Cuando llegaron al elevador se sorprendieron al notar las puertas de éste abiertas, se miraron agradecidos, su trabajo se había aligerado. Poco les duro el gusto al observar un cuerpo tirado boca arriba; un grito de horror tuvo que ser callado por las manos de Sally. Era su vecina, una anciana regordeta y malhumorada, no había restos de sangre ni un solo órgano dentro de aquel cuerpo. Aquellos seres devoraron sus entrañas.

Entraron pegados a la pared, sus manos transpiraban y sus piernas temblaban como gelatinas. Goyo se subió en los hombros de su hermana y abrió la puertecilla de emergencia.

Trepó y cuando Sally lo vio a salvo, tomó el banquillo que usaba el portero del edificio, ese que estaba intacto en una esquina, entonces también trepó. Cerró la puerta tras de sí.

—Lo lograremos —dijo a su hermano.

Después de eso se colocaron los guantes que usaban en el invierno y amarraron una soga en su cintura y el otro extremo lo sujetaron en la polea que posaba en la corona del elevador,  como lo hacían cuando practicaban rapel. Goyo era muy hábil. Bajaron despacio para evitar hacer ruido, el crujir de las cuerdas era lo único que se escuchaba, las paredes engrasadas no ayudaban pero lo lograron en unos minutos.

El primer obstáculo había sido librado, pero ambos sabían que esa era la parte sencilla, lo difícil estaba por llegar.

El estacionamiento estaba demasiado oscuro y frío, una linterna del tamaño de un bolígrafo era lo único que alumbraría su camino. Tomados de la mano caminaron cautelosos, cuando estaban por alcanzar la salida Goyo se recargó en un auto provocando que la alarma de este comenzara a sonar. Pronto algo salió de entre las sombras entonces los niños se echaron a correr, dos pequeñas figuras pálidas corrían tras ellos.

—¡Corre, Goyo, no mires atrás! —ordenó Sally aferrando su mano a la de su hermano.

Chillidos parecidos a los de una rata hacían eco en las paredes del estacionamiento. Un rayo luminoso color amarillo casi rozó la cabeza de Sally, entonces se agachó asustada. La escena parecía salida de una película de Hollywood.

—No te detengas —dijo en un grito.
La meta estaba cerca, solo unos metros más y tendrían una oportunidad.

Ya en la calle tuvieron que arrinconarse, una nave silenciosa del tamaño de un auto  compacto patrullaba las calles volando bajo. Un cinturón de focos de colores se reflejaba en los edificios que quedaban de pie. Las criaturas albinas de grandes ojos negros se acercaban de prisa. La alcantarilla, su única oportunidad para vivir, estaba esperándolos. Sally y Goyo sabían que allí dentro se encontraba un grupo de sobrevivientes que los acogería sin dudarlo.

Dos rayos más pasaron de lado, los alienígenas les disparaban, estaban tan cerca que Sally pudo ver un brillo rojizo en sus enormes ojos y unas garras afiladas como navajas en sus manos. La nave se había detenido y su compuerta comenzaba a abrirse para dejar escapar  más criaturas fantasmales.

—¡Ahora! —exclamó Sally.

En medio de luces de colores, seres albinos y el embiste de rayos amarillos, los dos niños corrieron como gacelas al viento dejando atrás aquel viejo ropero, en busca de una oportunidad para sobrevivir.