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lunes, 9 de octubre de 2017

El viejo ropero


Cuento seleccionado y publicado en la Revista Fantastique.

La noche los sorprendió otra vez, Sally y su hermano continuaban dentro del viejo ropero lleno de cachivaches en un intento por ocultarse de aquellas criaturas de cabeza ovalada, piel albina, ojos grandes tan negros como la misma noche y cuerpo pequeño, que amenazaba al mundo. Sally tuvo que  salir de su guarida en busca de comida. Procuraba no ir muy lejos, no quería que la atraparán, eso significaría el final y su hermano menor la esperaba. En cuanto localizó algo corrió de puntillas para escabullirse de nuevo en aquel viejo ropero y así arrinconarse junto a Goyo.

La calle estaba desierta, los pocos humanos que habían escapado de la gran invasión se escondían en el subsuelo, dentro de las alcantarillas. Pero Sally y su hermano no lograron huir, salvaron la vida pero se quedaron solos, prisioneros en aquel mueble inerte que los había mantenido a salvo por días. Los seres de un blanco casi fantasmal no los habían descubierto aún.

Sus padres nunca regresaron a casa como solían hacerlo después de un día de trabajo, quizá fueron secuestrados por las criaturas o quizás estaban muertos.

Hace dos semanas mientras Sally y su hermano hacían las tareas escolares  hubo una gran explosión. Un ruido infernal los dejó sordos por minutos, los cristales del edificio se hicieron añicos, las paredes se cuartearon, el piso vibró y una gigantesca nube de polvo los sumió en la oscuridad por días. Casas, empresas, escuelas y edificios se vinieron abajo; ni el ángel que por décadas vigiló y cuidó de la gran ciudad resistió el embate. Todo quedó en ruinas. 

Los postes de electricidad estallaron como fuegos artificiales sumiendo todo en las tinieblas. El agua salía de la llave tan espesa y maloliente como un animal muerto.

Las reservas de comida que su madre solía prever se agotaron, sobrevivieron dos semanas con una rigurosa dieta basada en galletas, cereal y agua embotellada. Por días habían planeado que hacer cuando los suministros se acabaran. Debían sobrevivir y para hacerlo tenían que salir de su reducido refugio. Ahora estaban listos. Tal vez no lo lograrían pero al menos no se la pondrían fácil a esos fantasmas del espacio que se escondían entre las ruinas dispuestos a eliminar a cada humano que encontraban a su paso.

Escaparían usando el túnel del ascensor, forzarían las puertas con una de las varillas que yacían en el corredor y con ayuda de unas cuerdas especiales bajarían dos pisos hasta llegar al estacionamiento, entonces correrían hasta la calle para entrar en la alcantarilla que estaba justo en frente del edificio.

—¿Estás listo? —preguntó a su hermano. Acababa de cumplir nueve años pero era más valiente que ella quien para entonces tenía trece. No lo hubiera logrado sin él.

—Listo —confirmó en voz baja, como solían hablar desde que la invasión comenzó.

Se forzó a sonreír, llevaba días sin hacerlo, ¿qué motivo podría tener? El mundo se desmoronaba, sus padres habían muerto y una legión de seres extraterrestres pretendían exterminar a la raza humana. La única razón que la mantenía de pie estaba a su lado mirándola como si fuera un súper héroe.

Un silencio sepulcral invadía todo, despacio y a gatas  recorrieron el pasillo que los llevaría hasta el elevador. Un ruido que provenía del exterior los obligó a detenerse, respiraron hondo, el latido de sus corazones era tan intenso que podía delatarlos. Cuando llegaron al elevador se sorprendieron al notar las puertas de éste abiertas, se miraron agradecidos, su trabajo se había aligerado. Poco les duro el gusto al observar un cuerpo tirado boca arriba; un grito de horror tuvo que ser callado por las manos de Sally. Era su vecina, una anciana regordeta y malhumorada, no había restos de sangre ni un solo órgano dentro de aquel cuerpo. Aquellos seres devoraron sus entrañas.

Entraron pegados a la pared, sus manos transpiraban y sus piernas temblaban como gelatinas. Goyo se subió en los hombros de su hermana y abrió la puertecilla de emergencia.

Trepó y cuando Sally lo vio a salvo, tomó el banquillo que usaba el portero del edificio, ese que estaba intacto en una esquina, entonces también trepó. Cerró la puerta tras de sí.

—Lo lograremos —dijo a su hermano.

Después de eso se colocaron los guantes que usaban en el invierno y amarraron una soga en su cintura y el otro extremo lo sujetaron en la polea que posaba en la corona del elevador,  como lo hacían cuando practicaban rapel. Goyo era muy hábil. Bajaron despacio para evitar hacer ruido, el crujir de las cuerdas era lo único que se escuchaba, las paredes engrasadas no ayudaban pero lo lograron en unos minutos.

El primer obstáculo había sido librado, pero ambos sabían que esa era la parte sencilla, lo difícil estaba por llegar.

El estacionamiento estaba demasiado oscuro y frío, una linterna del tamaño de un bolígrafo era lo único que alumbraría su camino. Tomados de la mano caminaron cautelosos, cuando estaban por alcanzar la salida Goyo se recargó en un auto provocando que la alarma de este comenzara a sonar. Pronto algo salió de entre las sombras entonces los niños se echaron a correr, dos pequeñas figuras pálidas corrían tras ellos.

—¡Corre, Goyo, no mires atrás! —ordenó Sally aferrando su mano a la de su hermano.

Chillidos parecidos a los de una rata hacían eco en las paredes del estacionamiento. Un rayo luminoso color amarillo casi rozó la cabeza de Sally, entonces se agachó asustada. La escena parecía salida de una película de Hollywood.

—No te detengas —dijo en un grito.
La meta estaba cerca, solo unos metros más y tendrían una oportunidad.

Ya en la calle tuvieron que arrinconarse, una nave silenciosa del tamaño de un auto  compacto patrullaba las calles volando bajo. Un cinturón de focos de colores se reflejaba en los edificios que quedaban de pie. Las criaturas albinas de grandes ojos negros se acercaban de prisa. La alcantarilla, su única oportunidad para vivir, estaba esperándolos. Sally y Goyo sabían que allí dentro se encontraba un grupo de sobrevivientes que los acogería sin dudarlo.

Dos rayos más pasaron de lado, los alienígenas les disparaban, estaban tan cerca que Sally pudo ver un brillo rojizo en sus enormes ojos y unas garras afiladas como navajas en sus manos. La nave se había detenido y su compuerta comenzaba a abrirse para dejar escapar  más criaturas fantasmales.

—¡Ahora! —exclamó Sally.

En medio de luces de colores, seres albinos y el embiste de rayos amarillos, los dos niños corrieron como gacelas al viento dejando atrás aquel viejo ropero, en busca de una oportunidad para sobrevivir.

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